Maria Ricart

 

 

Cojo de nuevo el punto donde pude poner nombre a todo lo que me había pasado: síndrome de Lynch. Este síndrome,

que para mí era un desconocido total, había hecho demasiados disparates como para que yo no empezara a querer saber quién demonios era.

 

O dicho de otro modo, dicen que para vencer a tu enemigo, tienes que conocerlo muy bien. Había otro factor que me tenía maravillada en relación con esta condición genética. ¿Qué era? La gran diferencia entre conocer y no conocer que eres portador del síndrome.

 

Si yo lo hubiera sabido antes, me habría ahorrado tres de los cuatro cánceres que pasé, ¡TRES! ¿Y por qué? Hay lo que se llama protocolos de prevención. Estos protocolos de prevención pueden voltear, para bien, la vida de una persona afectada por el síndrome.

 

Ni yo ni mi vida salieron indemnes del tsunami, a lo que se le añadieron unas lluvias torrenciales durante dos años. Es decir, intentar recuperarse de unas secuelas que en aquel momento condicionaban con exceso el día a día. Manejarlas ya se había convertido en un trabajo. Pero, por paradójico que parezca, había salido con una moral de hierro. El recuerdo de la vida de mi padre me ayudó en todo momento.

 

En cuanto aprendí a saber manejar en más o menos fortuna el paquete de «regalos» que me había llevado de toda aquella aventura, me fui al extranjero dos años con una beca de estudios. Poder volver a formar parte de la sociedad sin tener que dar explicaciones constantes de lo que me había pasado, me devolvió mi perdida autoestima. No sé si ahora lo volvería a hacer o tampoco si lo recomendaría a nadie. Pero está hecho.

 

La idea de la prevención en relación con el síndrome de Lynch iba tomando mucha fuerza y ​​tapando todo el sufrimiento de poco tiempo atrás. Pude estar en primera fila de la asociación francesa de familias afectadas por el síndrome. Quedé maravillada del trabajo que llevaban haciendo desde hacía muchos años. Nuestro país era un desierto. Si yo quedé aliviada de encontrar la causa a mis cuatro cánceres, se había convertido en todo un reto intentar explicar a tus colegas, amigos, sociedad en general qué era el síndrome. Había que trabajar en estos dos sentidos: concienciar e informar a la vez que explicar qué era. De todo aquello nació AFALynch, de la que soy cofundadora.

 

El aspecto social y psicológico de mis cuatro enfermedades quisiera resumir en una palabra: vulnerabilidad. A ojos de la gente que conoce lo que te ha pasado, incluso de tus más cercanos, te vuelves una persona vulnerable. Ante la vulnerabilidad hay dos caminos, la ayuda o aprovecharse de esta situación. Y quizás un tercero: hacer ver que nada ha pasado y que todo es como antes.

 

No es fácil para la persona que ha visto sometido su cuerpo y su mente a una montaña rusa, volver a encontrar su lugar, porque no es la misma persona que antes. No es completamente diferente, digo que no es exactamente la misma. Como tampoco es fácil para la gente que te rodea comprender qué se siente subiendo a la montaña rusa sin haber subido nunca.

 

En un viaje reciente a Londres me dijeron que con la formación que tengo, me saldrían de forma rápida oportunidades de trabajo. Allí quizás sí, pero no aquí. No sólo es el recorrido hospitalario que llevo, es también por sí solo mi edad. Aquí la edad marca mucho, a diferencia de otras culturas donde privilegian los «skills» por encima de otra cosa. Los cánceres han hecho que me haya faltado tiempo para hacer cosas, porque me lo han robado. De hacer cosas en etapas donde se pueden hacer mil y una cosas. Al mismo tiempo que me han dado algo muy valioso: la capacidad de saber aprovecharlo. Por si acaso, el tiempo hay que saber aprovechar sabiamente.

 

La palabra cáncer da miedo, ya que evoca a un paisaje nada agradable. La idea que nos vamos haciendo de esta enfermedad en copia de irla encontrando, de forma directa o indirecta, es una idea negativa. Como no podía ser de otra manera al tratarse de una enfermedad grave. Pero la mayoría de veces esta idea es demasiado negativa porque nos la hemos ido construyendo a base de «cosas desagradables que nos han ido contando», además del mal uso y del abuso que se hace en prensa.

 

Cuando hablamos de cáncer se nos apoderan más deprisa los sentimientos hacia él que la racionalidad médica, ya que para esta última nosotros tenemos que hacer un esfuerzo para entenderla, así como los profesionales a su vez un esfuerzo para comunicarla. Ser conscientes de ello es importante que el mensaje que nos llega de la ciencia es que las cosas han cambiado muchísimo, para bien, en pocos años.

 

No hay cura, pero hay grandes avances en muchos campos. Lograr un cambio de grado y de tono al hablar sobre el cáncer, especialmente en la prensa no especializada, ayudaría a comprender de qué hablamos exactamente cuando hablamos de cáncer. Este cambio también ayudaría a las personas que se enfrentan a la enfermedad o tendrán que enfrentarse a ella en un futuro.

 

Desde mi punto de vista, es crucial el respeto por el enfermo en todas las fases de su enfermedad y especialmente, aunque pueda parecer inverosímil, cuando deja de serlo. Es indispensable recibir un trato de igualdad, aceptando las diferencias, así como desterrar la benevolencia ya sea por parte de los profesionales como por parte del entorno familiar y/o profesional. Un enfermo o ex-enfermo es por encima de todo una persona. Dignificarla es tarea de todos.

Maria Ricart

 

Mi nombre es María Ricart, Montse para la familia y amigos. Nací en abril de 1962. He trabajado como técnica de

farmacia durante más de 35 años. Graduada en Sociología por la UNED.

Desde el año 2012 hago que funcione AFALynch, el acrónimo de «Asociación de familias afectadas por el síndrome de Lynch«. El síndrome de Lynch es una condición genética que incrementa las probabilidades de padecer cáncer colorrectal y de endometrio, entre otros.

 

Cuando tenía 33 años, a causa de una abundante hemorragia, o gracias a ella, me diagnosticaron un cáncer de colon. Después de un año de quimioterapia y de una operación quirúrgica abdominal, casi conseguí volver física y psicológicamente al mismo lugar de donde había salido un año antes.

 

De alguna manera había perdido la seguridad con mi cuerpo y con mi salud, pero durante estos 12 interminables meses me dediqué a conseguir pequeñas metas que al superarlas me devolvían esta confianza. De todas ellas, una ha quedado para el recuerdo: cada lunes encaraba el camino hacia el hospital a pie; era media hora de camino y lo hacía, primero para demostrarme a mí misma que podía hacerlo, y segundo, para llegar al hospital de día con las venas bien dilatadas y no tener problemas de pincharlas más de una vez.

 

Continué con mi vida sin demasiados aspavientos. Me sabía muy mal el tiempo que el cáncer me había tomado, pero no quedé traumatizada. Es decir, mi pensamiento no entró en una permanente visión de que «eso» pudiera volver. Tenía muchas ilusiones, trabajo que hacer y dos criaturas, una de pequeña que alegraba el alma. Adapté mi dieta a la secuela más grave que me había quedado: ir al baño de forma más frecuente y en una consistencia diferente. Y obviaba mirarme la cicatriz. Lo que recuerdo más traumático fueron las colonoscopias posteriores a la primera del diagnóstico. En ese momento se hacían, o se me hicieron, sin sedación y, en algunos casos, el trato con el paciente dejaba mucho que desear.

 

Tiempo después, soporto muy mal tener que pensar que el endoscopista que me trató de histérica a su informe, fuera una buena persona. La culpa fue mía, según él, si no había podido mirar bien la tripa. Yo tenía 34 años, hacía un año que había entrado en el mundo de los hospitales, un mundo desconocido para mí en ese momento. Estaba digiriendo todo lo que me había pasado. Tener que pasar por colonoscopias a esa edad no era lo que yo hubiera soñado nunca. No es una prueba fácil y, además, no siempre se respetaba la dignidad del paciente.

 

Nueve años más tarde, y después de un recorrido por hospitales públicos y privados durante un año debido a pequeñas hemorragias vaginales, se me diagnosticó un cáncer de endometrio. Mientras me hacían las pruebas rutinarias para poder llevar a cabo la operación, en una de ellas me encontraron un ganglio muy inflamado junto a la vena aorta. De todo ello, el diagnóstico fue «cáncer sincrónico, endometrio más linfoma folicular no Hodgkin«.

 

Estoy segura de que no encontraría suficientes palabras para poder describir todo lo que pasé una vez volví a ser carne de hospital. Si las encontrara, tampoco he tenido demasiadas ganas de contarlo. Aquí nunca fui capaz de volver al punto de donde había salido. Mi cuerpo aguantó, sí, pero no salió indemne. Sólo nueve meses más tarde de este diagnóstico, y de todo lo que conllevó, me volvían a diagnosticar una recidiva de endometrio en grado 4.

 

Creo que ya ni quedaba espacio para otro choque como aquel y me derrumbé. Cabe decir que la quimio del linfoma ya la había recibido en el Hospital Clínic de Barcelona, ​​por lo tanto, cuando se me diagnosticó la recidiva de endometrio yo estaba bajo su paraguas. Esto fue una gran suerte para mí. Cuando entré en contacto por primera vez con los médicos del Hospital Clínic de Barcelona no tenía ni idea si viviría o moriría, pero lo que más me sorprendió es que me trataban como una persona.

 

Dejó de importarme demasiado si viviría porque recuerdo que estaba muy contenta de haber cambiado mi estatus hacia mi antiguo hospital. Allí recuerdo que todo era muy triste, espero que ahora hayan cambiado. Cada vez que me tocaba visita con el hematólogo hablábamos del «muerto y de quien lo vela».

 

Había vida más allá de los interminables parámetros del listado de la analítica. Me veían como una persona que podía y tenía derecho a expresar su opinión sobre un puñado de cosas que nunca dejaron de interesarme. Y no puedo decir otra cosa de las visitas que se me añadieron después en el pasillo de oncología ginecológica. Tampoco defraudaban las que se realizaban en gastroenterología. En este último servicio es donde empezaron a traerme el control de lo que se me había diagnosticado en medio de estos tres procesos oncológicos, el síndrome de Lynch.

 

Poder poner nombre a todo lo que me había pasado me aligeró. Saber que todo aquello era debido a un mal funcionamiento en el sistema de reparación de los genes me reconfortó. El siguiente paso era saber cómo hacer frente a ese sistema que no sabía copiar bien y que me había llevado hasta allí.

 

Cuando terminé la quimio y la radio de la recidiva de endometrio, y después de los cuatro cánceres, tuve que recuperar muchas cosas y, con algunas otras, acostumbrarme a convivir con ellas. Poder volver a caminar con cierta normalidad tardó su tiempo, pero se consiguió. Nunca he vuelto al punto de salida, pero he desarrollado tácticas de todo tipo.