A los dos meses de vida me diagnosticaron un rabdomiosarcoma en el esternón. A lo largo de mi vida, he tenido cuatro recaídas: a los 4, a los 16, a los 18 y a los 28 años. Fue en la segunda cuando fui consciente de lo que sufría y había sufrido. Sin embargo, considero que tuve cierta suerte, ya que el tumor no dañaba ningún órgano y no tenía dolor. Aun así, intentaba que el cáncer no me afectara demasiado en mi día a día.
De esa época conservo pocos recuerdos. Mi mente bloqueó aquellas experiencias, pero sí recuerdo las faltas de asistencia a la escuela y que intentaba vivir el día a día como si nada pasara. En total, he sufrido doce intervenciones quirúrgicas, una de ellas un trasplante de hueso con injerto de cadera y piel del abdomen, cuatro quimioterapias diferentes y dos ciclos de radioterapia.
Además, de muy pequeño tuve una sepsis muy agresiva, hasta el punto de que mi vida corrió peligro. Esto me dejó secuelas que se añadieron a las de las intervenciones, y a los problemas y afectaciones en el organismo de las quimios y radioterapias. A los 28 años, con la última recaída que coincidió justo con el año que me dieron el alta médica, recibí tratamiento de nuevo, en esta ocasión bastante suave.
El impacto del cáncer
Además de las secuelas físicas, también se produce un impacto emocional. Si superas todo esto, la experiencia hace que crezcas con una manera de ver la vida y unos valores morales diferentes a los de la gente que no ha vivido este tipo de procesos.
La vida laboral
En el ámbito laboral, la misma semana de esa recaída me finalizaba el contrato en el taller mecánico donde trabajaba. Al comunicárselo a la empresa, optaron por no renovarme después de casi 8 años trabajando allí. No me hicieron ninguna pregunta ni mostraron ningún tipo de remordimiento. Viendo este trato, aunque hubiera podido seguir trabajando, decidí tomar la baja médica. Poco tiempo después, la misma mutua me recomendó la posibilidad de solicitar una incapacidad, dado mi historial, mis intervenciones quirúrgicas y el desgaste físico de mi cuerpo.
Así fue. Desde entonces tengo una incapacidad y una pensión, pero ya no puedo trabajar en el empleo que me gusta. He ido dando vueltas en el mundo laboral, echando de menos trabajar en lo que disfrutaba. Todo esto me ha provocado altibajos emocionales y cierta depresión. La parte positiva, sin embargo, es que la pensión me compensa el hecho de que me cuesta conseguir y mantener trabajos con jornadas más largas.
Este cambio constante de trabajos no ha sido muy fácil. Los mecanismos creados para facilitar la búsqueda de empleo no son eficientes. Por ejemplo, para conseguir una contratación como persona con discapacidad en una empresa, se requiere que el trabajador haya estado al menos tres meses en paro. Por lo tanto, si estás trabajando, corres el riesgo de dejar un empleo sin la garantía de que, pasados esos tres meses, puedas optar a una plaza de este tipo en otra empresa. Finalmente, tanto a través de los servicios ocupacionales de mi municipio como por el boca-oreja, pude encontrar trabajos interesantes y actualmente trabajo a tiempo parcial en el negocio de un amigo.
El apoyo social
La respuesta social a la enfermedad es complicada. Por ejemplo, si independizarse ya es difícil para una persona que no ha sufrido cáncer, en nuestro caso es aún peor. A la hora de solicitar créditos y seguros, siempre encuentras complicaciones. Es como si la mayoría de los recursos que deberían ayudarnos solo sirvieran para que la sociedad se proteja de nosotros.